El fútbol es deporte colectivo, de grupo, y de nada sirve desear que alguien, mamá, papá o amigo del jugador, quiera convertirlo en un ejercicio de “el mío es el más guapo, y quiero que lo vean y que lo atiendan, porque es más alto y más moreno que el resto”. Nada de esto vale para su formación. Los jugadores, niños ó adolescentes, necesitan achicar contratiempos con trabajo y humildad, y no con aplausos embusteros. Es normal que el jugador se sienta apenado cuando ve a su progenitor gritar, enfrentarse al mundo e incluso a su propio entrenador cuando después de un partido no ha jugado lo que él considera. Lo peor en estos casos es que el jugador sienta la presión de decepcionar a ese padre, oir sus gritos desde la banda, y perder de vista al balón, ese por el que siente una pasión indescriptible. Este chico observa a veces cómo su padre le da unas directrices que son contrarias a las de su entrenador, hasta hacerle dudar de quien es el que dirige el partido.
Lo normal es que un padre o una madre, le guste o no el fútbol, tenga un interés real por la felicidad de su hijo, algo que no implica estar analizando y examinando cada movimiento, cada gesto del entrenador. Y sí debe animar, reforzar y transmitir entusiasmo, y felicitar a su hijo por el simple hecho de entrenar y jugar, sin tener que llevar un cronómetro para comparar con lo que participan los demás.
Hace falta involucración, pero positiva, El padre involucrado. Le gusta participar en las decisiones y propuestas del club. Se interesa por la formación de los chavales o porque el centro obtenga ingresos. Este tipo de padres son activos en la divulgación de valores en el club y participan con cualquier acción que pueda mejorarlo.
Existen otros papeles, los negativos. Son aquellos en los que el comportamiento del padre influye negativamente en su hijo, generándole presión, exigiendo resultados y poniendo unas expectativas por encima de lo que el entrenador o el club esperan del niño.
EN BUENA LÍNEA
El padre pesado. Se pasa todo el día hablando de lo bien que juega o corre su hijo y de que apunta maneras. No presiona directamente al niño, pero sin querer le traslada que su valor como chaval está en el juego.
El padre entrenador. Gritas directrices desde la banda, corrige a su hijo cuando se monta en el coche, incluso contradiciendo las indicaciones del entrenador. Genera confusión en el niño, que por un lado tiene una idea de juego que el profesional trata de inculcarle, y por otro, la versión de su padre o madre. En deportes como el fútbol, este padre está en la grada cronómetro en mano, midiendo tiempos y apuntando en su cabeza los minutos jugados por su hijo. No es de recibo crear presión en el chaval con distintos mensajes. ¿A quién cree que debería obedecer su hijo?
El padre que se cree que él es el entrandor. Trata de motivar, transmitir garra, le pide al hijo que se entregue, que se esfuerce, que se deje la piel en la cancha, que trabaje, que compita como si se le fuera la vida en ello. Pero olvida algo muy importante: ni su hijo es un jugador de Primera División que tenga que ganarse la vida jugando ni él es el entrenador. Solo consigue que su hijo pierda de vista los valores que le transmite el club, donde normalmente prevalece la generosidad por encima de la individualidad, disfrutar y aprender por encima de los resultados, y el juego limpio por encima de competir a cualquier precio.
El padre que resta en todos los sentidos. Da gritos desde la grada, desacredita al míster, le dice a su hijo que no entiende por qué él no juega cuando sus compañeros son peores que él, se comporta de forma grosera con el rival, insulta al árbitro y otras impertinencias más. Es el padre del que cualquier hijo se sentiría avergonzado.
Los motivos por los que los padres pierden los papeles son diversos. Muchos esperan que sus hijos les saquen de pobres convirtiéndose en Messis o Cristianos. Otros desean que su hijo gane todo porque sus victorias son sus propios éxitos, es la manera de sentirse orgullosos del chaval y presumir de él delante de sus amigos y en el trabajo. Otros proyectan la vida que ellos no pudieron tener. Otros no tienen ningún autocontrol. No lo tienen en el partido de sus hijos, ni cuando conducen, ni cuando se dirigen a las personas. Y por últimos están los que cruzan los límites sencillamente porque no tiene consecuencias. Saben que está mal, pero su mala educación o ausencia de valores les hace comportarse como personas poco cívicas y desconsideradas.
Si es padre o madre, recuerde, por favor, que es un modelo de conducta para su hijo y para sus compañeros de equipo. A los hijos les gusta sentirse orgullosos de sus padres y, en cambio, lo pasan terriblemente mal cuando se les avergüenza. Ser modelo de conducta conlleva mucha responsabilidad, porque sus hijos copian lo que ven en usted. Y su forma de comportarse debe ser la ejemplar para que facilite el aprendizaje de una serie de valores que acompañan al deporte.
La felicidad de los niños está por encima de todo. Siéntase siempre satisfecho con lo que haga, gane, pierda o cometa errores. Felicítele por participar más que por competir. Y recuerde que su hijo hace deporte para divertirse él, no para que lo haga usted.